La línea roja que ningún abogado debe cruzar con sus colegas

El ejercicio de la abogacía requiere la construcción de relaciones de lealtad entre colegas que antepongan la ética y justicia a los intereses particulares, con el fin de contribuir con el buen nombre de la profesión y el cumplimiento de su función social.

Sobre el particular, la Corte Constitucional consideró que la abogacía tiene: “una proyección social y se vincula de modo con la posibilidad de ofrecer alternativas pacíficas y respetuosas de los derechos constitucionales fundamentales para la resolución de los conflictos jurídicos que se presentan en el acontecer diario. Por este motivo, las personas profesionales del derecho deben cumplir no sólo con una sólida formación académica y técnica sino adicionalmente con la observancia de unos mínimos éticos dentro de los cuales se encuentra el deber de obrar de manera leal frente a los colegas.”[1]

Bajo el anterior contexto, el deber de lealtad obliga a los abogados a actuar con transparencia y solidaridad al momento de asumir un nuevo encargo, debiendo constatar que efectivamente no existan obligaciones pendientes con el colega sustituido, a efectos de salvaguardar sus intereses, de lo contrario, se deslegitima el ejercicio profesional al rebajarlo a un negocio que privilegia las ganancias personales y la competencia desleal.

No resulta admisible entonces, bajo ninguna perspectiva, postular como ético o justificado que las meras impresiones personales de un abogado frente a la gestión de un colega, bastan para emprender el camino del desplazamiento de un mandato, puesto que los referentes deontológicos obligan a que oriente su conducta de manera leal, y el ingrediente normativo, justifique la sustitución, no goza de una textura tan abierta que abarque la imaginación del intérprete, sino que debe responder a la existencia de serios y acreditados elementos de juicio, que permiten en cada caso razonar fundada, certera y específicamente, que converge un motivo de justificación. Esto forma parte de aquello que la doctrina ha denominado “deberes de juego limpio”, que consisten fundamentalmente en restricciones respecto del modo de captar clientes de otros abogados y publicitar los servicios profesionales[2].

Por eso, resulta inadmisible afirmar, como postula la apelante, que la aceptación por parte de los despachos judiciales de las revocatorias de los mandatos justificó su actuar desleal, pues olvida que la obligación de verificar la existencia del paz y salvo estaba en cabeza suya, y no de los jueces ante quienes presentó los nuevos poderes.

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Precisan la consecuencia de ampliar una queja disciplinaria sin el juramento requerido

Comisión Nacional de Disciplina Judicial.


[1] Sentencia C-212-07 M.P. Humberto Antonio Sierra Porto.  

[2] Rivera López Eduardo (Director), Manual de Ética Profesional de la Abogacía, Thomson Reuters La Ley, Buenos Aires, 2020, p.335.

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